martes, 16 de diciembre de 2008

De fanzines y arte indie


El fenómeno independiente tiene un hondo calado en la cultura occidental, amparado por múltiples motivaciones: snobismo, rebeldía, curiosidad, etc. Resulta difícil encasillar todas quellas manifestaciones más o menos cercanas a lo indie por medio de etiquetas totalizadoras. Desde el cine de Jim Jarmusch a la música de Sonic Youth, pasando por los fanáticos de las viñetas de Robert Crumb, quienes reniegan de la cultura de masas parecen reivindicar una serie de valores que resucita el arte independiente: naturaleza anticomercial, singularidad, extravagancia, espontaneidad, etc. Lo indie parece ser en ocasiones sinónimo de "sincero", "auténtico", "humano"... Es díficil saber dónde acaba lo independiente y comienza el éxito: no son pocos los escritores, cineastas o músicos que han dado la espalda a sus orígenes en cuanto las monedas han empezado a caer en la mesa. A otros el star system les sobrepasó, como parece atestiguar el pensamiento y el desenlace vital de Kurt Cobain, encadenado a un éxito del que no logró escapar ni con In utero, un disco con el que el grupo intentó en vano volver a sus orígenes punks e indies. La bestia era demasiado grande. El disco fue un éxito y el líder del grupo puso punto y final a un estrellato que le resultaba insufrible poniendo de por medio una bala letal.
La frescura de lo underground disimula con frecuencia los denodados esfuerzos de los artistas por imprimir un sello propio en un ámbito que aún no les reconoce. Llegado el éxito, asoma el peligro: ser fiel a un estilo minoritario, basado en el "hágalo usted mismo", con acabados con frecuencia intencionadamente imperfectos (véase, por ejemplo, la cultura del "lo-fi"), o buscar un mejor pulido tecnico y una cierta aceptación temática, a riesgo de bregar con una asfixiante homogeneidad.
Ser indie a los veinte es un lugar común. Seguir siéndolo a los cincuenta es un suicidio. Quienes (pocos) han dado la espalda a propuestas estéticas (o empresariales) con las que hubieran logrado mejores dividendos, por lo general se ven revestidos con una aureola de santidad por parte de sus fieles, lo que no siempre les da para comer. En cualquier caso, y redefiniendo una idea de Zygmunt Bauman, la cultura independiente es "líquida", y como tal esquiva e inaprensible pero, de igual modo, saciadora.

jueves, 11 de diciembre de 2008

¿Quién escribe?


El arte literario parece representar, como otras muchas manifestaciones de la actividad humana, un punto de confluencia de distintas pulsiones personales. ¿Qué lleva a alguien, en un determinado momento, a empuñar la pluma como si su vida dependiera de ello? A lo largo de la historia podemos encontrar tal cantidad de motivos que condicionan - si no determinan- la actividad escrituraria que resulta reduccionista y empobrecedor el intentar ofrecer una visión esquemática de ello. Por desgracia, toda exposición adolece de un esfuerzo clarificador que conlleva necesariamente esa supresión de un número por lo general significativamente alto de elementos a analizar. En consonancia con ello, mi teoría es que podríamos plantear las siguientes posibilidades, a la hora de hacer una propuesta taxonómica en lo que a los motivos de la actividad literaria concierne: a) intereses económicos; b) afán de protagonismo; c) beatífica concepción del escritor en cuanto mesías con un mensaje revelador; d) desviaciones patológicas (si no lo son las anteriores) que encuentran en la literatura un elemento de sublimación, o de redención, con el que exorcizar viejos fantasmas. En cualquier caso, parece haber cierto consenso acerca de que el segundo de los elementos (egocentrismo protagónico) es una constante que complementa a alguno de los otros elementos. Ahora bien, ¿cómo asumir casos como el de Thomas Pynchon, uno de los novelistas norteamericanos más celebrados en la actualidad, del que solo se conoce una foto de mediados de los años 50, y ante el cual se han llegado a barajar posibilidades de toda índole, planteando incluso que se tratara del pseudónimo de algún otro ilustre eremita de las letras, como J. D. Salinger? ¿O qué decir de Cormac McCarthy, quien solo ha concedido una entrevista en toda su vida, que rechazó una oferta de dos mil dólares para hablar de sus libros en la universidad -a pesar de haber constancia de los apuros económicos por los que ha pasado a lo largo de su vida- y que se baraja como posible Premio Nobel de aquí a unos años?

El arte abre caminos que nos alejan, en cuanto seres humanos, de cualquier otra forma de vida, por lo que no es fácil aplicarle etiquetas que se basen en meros mecanismos de supervivencia. Tampoco esto ha de llevarnos al otro extremo, es decir, al de la concepción esotérica, casi cabalística, del arte, que convierte al escritor en una especie de chamán instruido en los ritos iniciáticos del alfabeto. Personalmente, veo en el arte -y siempre teniendo presente que cada caso es un mundo- un elemento que ilustra un aspecto definitorio de la naturaleza humana: su autoconciencia de bomba de relojería sin artificiero a la vista. Vivimos un mundo sin explicación -puesto que la explicación es solo un mecanismo cognitivo de procesamiento con el que tenemos que cargar desde hace unos milenios, no una necesidad intrínseca de la existencia-, pero con fecha de caducidad, al menos para nosotros. De esa necesidad de comprender lo incomprensible a través de la incomprensión surge el arte, y con él el artista. Buscar cualquier racionalidad en ello es, por definición, un absurdo.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Monos como hombres


El Proyecto Gran Simio, surgido en 1993, plantea como objetivo prioritario la proyección de determinados derechos morales y legales consagrados hasta hoy en exclusiva a la denominada especia humana (homo sapiens sapiens) a todos los grandes simios, entre los que se incluirían los chimpancés, los gorilas, los bonobos y los orangutanes. El Proyecto persigue, entre otros cometidos, la consecución de una Declaración de los Derechos de los Grandes Simios de las Naciones Unidas, entre los cuales se incluiría el derecho a la vida, la protección de la libertad individual y la prohibición de la tortura. Ese mismo año, 1993, salió publicado un libro que recogía con detalle los planteamientos de este Proyecto, figurando entre sus firmas etólogos o genetistas de la talla de Jane Goodall o Richard Dawkins, por citar solo algunos casos. Los denominadores comunes de quienes subscribían dicha idea partían del planteamiento de que si entre los aspectos definitorios de la especie humana estaba su naturaleza inteligente con una vida social, emocional y cognitiva variada, no había ningún motivo para excluir del colectivo que disfrutaba por ello de ciertos derechos a otras especies animales -las arriba citadas- que habían demostrado idéntico, o al menos semejante, perfil socio-cognitivo (amparándose en los experimentos que han demostrado la capacidad de los grandes simios para evidenciar racionalidad, autoconsciencia, percepción del pasado/futuro e incluso manejo de códigos considerablemente complejos, como el lenguaje de signos, en clara situación de ventaja respecto a seres humanos con retrasos mentales severos).Entre los detractores de la propuesta (por citar algunos, los filósofos Gustavo Bueno padre e hijo, el entomólogo Jesús Romero-Samper o el sacerdote y profesor de filosofía Leopoldo Prieto López) se suelen manejar con frecuencia argumentos alusivos a la ausencia de criterios genéticos o a la incongruencia de conceder derechos a quien no se le puede exigir responsabilidades, etc.

En cualquier caso, ambos planteamientos (a favor y en contra del Proyecto) parecen dar por supuesto que solo el antropomorfismo otorga carta de libertad en este mundo. Es esta una idea excesivamente enjundiosa a nivel filosófico (puesto que implicaría debatir si es concebible otorgar libertades y derechos a quien no es consciente de ellos) como para afrontarla en unas pocas líneas. No obstante, sí me parece interesante el sesgo antropocéntrico que conlleva nuestra jerarquización de las especies, fundamentalmente cuando hablamos de la legalidad de la manipulación biomédica: experimentar con simios parece menos aberrante que hacerlo con hombres, al igual que es preferible escoger cobayas antes que monos, o moscas antes que conejos. La capacidad del ser humano para la misericordia, por lo general, parece ir en consonancia con esta escala. Llegados a este punto, personalmente ya solo se me ocurren preguntas: ¿tenemos derecho a tener derechos? ¿el hecho de ser conscientes de que tenemos derecho a tener derechos nos da derecho a tener derechos?¿alguien a quien no le importase -o que no fuese consciente de- tener derechos (retrasados mentales, gente en coma, etc.) dejaría de tener derechos? ¿si es absurdo hablar de derechos con los animales, por qué se persigue y castiga al maltratador o al torturador? Pienso que ya hace mucho que hemos empezado a conceder derechos a los animales, por lo que, destapada del todo la caja de Pandora, nos enfrentamos sin remedio a uno de nuestros peores fantasmas: el límite de la identidad humana.

jueves, 4 de diciembre de 2008

¿La interdisciplinariedad es "cool"?


Existe un problema que siempre ha traído de cabeza a los antropólogos. Es lo que ellos denominan la cuestión de las "categorías analíticas". Una categoría analítica, simplificando, es un mecanismo de procesamiento cognitivo a través del cual logramos meter en compartimentos estanco nuestro conocimiento -o más bien aquello que nosotros creemos conocer- acerca del mundo, a partir de unidades más o menos discretas -esto es, finitas, con contornos definidos- que nos permiten encasillar toda la información que gradualmente vamos reuniendo sobre el universo que nos rodea. Así, categorías análiticas más o menos habituales entre los antropólogos suelen ser las de "matrimonio", "religión", "sistemas de producción", etc. No obstante, y como el propio Marvin Harris reconocía, el análisis detallado de los conceptos de "matrimonio" o "religión" resultan de tan difícil definición a la hora de poder construir una acepción aceptable en cualquier cultura que su contorno se volvía tan extremadamante difuso que imposibilitaba casi cualquier capacidad de operación al respecto.

En cualquier caso, sí hemos de asumir la tendencia del hombre moderno a categorizar sistemáticamente todo aquello que aprehende: esto es la familia, aquello son deportes, lo de más allá es cultura, etc. Sin embargo, no siempre ha sido así. La categorización parece guardar una relación increíblemente estrecha con la especialización. Vivimos en un mundo donde la gente es especialista en programación de videojuegos japoneses, en Historia del primer cuatro del siglo XVII, en la aplicación nanotecnológica de la bioquímica, etc. Esto no siempre ha sido así: Aristóteles escribió tratados acerca de botánica, cosmogonía, filosofía, teoría literaria, etc. Goethe era "poeta, geólogo, botánico, anatomista, físico, historiador de ciencias, pintor, arquitecto, economista y filósofo humanista" (vid. wikipedia). Parece que nos ha tocado vivir un tiempo en el cual prima la multiculturalidad, el mestizaje y, por tanto, el derrumbe de las categorías analíticas. Cada vez son más frecuentes los equipos de investigación interdisciplinares, los seminarios comparatistas, etc. Mi pregunta es: ¿la interdisciplinariedad es "cool" o resulta verdaderamente operativa? Rolando García ha señalado la naturaleza sinérgica de los sistemas complejos: uno más uno ya no son dos, pero tampoco se parece a tres, es otra cosa. Abrir el camino hacia un mundo que huya de la ultraespecialización es reconocer que en el universo no podemos meter en distintos cajones cada aspecto de nuestra existencia: opinar lo contrario es creer que nuestro pensamiento y la realidad son la misma cosa. Triste vanidad la nuestra.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

¿Cínicos?


El término "cínico" ha seguido una curiosa evolución semántica a lo largo de los siglos, más digna de estudio para los sociólogos del conocimiento que para los lexicógrafos. Primigeniamente, el término se aplicaba al filósofo de cierta escuela nacida de la división de los discípulos de Sócrates, y en la que se suele señalar a Antístenes como fundador y a Diógenes como principal representante. Diógenes de Sinope, más conocido como Diógenes el cínico -al que no hay que confundir con otros muchos Diógenes- parece -poco de certero sabemos en torno a él- haber llevado una vida digna de novelización o adaptación cinematográfica. Este ilustre cínico llevó una vida en absoluto convencional: asociado con frecuencia a un tonel en el que se dice que habitaba, no dejó una sola línea escrita -que al menos haya llegado hasta nosotros- si bien parece haber cierto consenso en torno a sus ideas: la consideración de la propiedad como un impedimento para la vida, la idea de que la virtud consiste fundamentalmente en la supresión de las necesidades -originadas con frecuencia por nuestra propia actividad social- o la consideración del coito como una necesidad física, aunque desposeída de cualquier misticismo o tabuización. Cosmopolita y austero -famosa es la anécdota según la cual lo único que pidió a Alejandro Magno en cierta ocasión en que le visitó fue que se apartara del sol, puesto que su presencia producía sombra-, Diógenes asumía la muerte como un no-mal, pues no tenemos conciencia de ella.

Rectitud y reflexión. Sinceridad, austeridad y espíritu crítico. Independencia y ausencia de gregarismo. Esto es lo que era un cínico en el siglo IV a. C. Pensemos ahora en el significado que recoge la RAE en su correspondiente entrada: "impúdico, procaz"; "que muestra desvergüenza en el mentir"; "falto de aseo". Desde luego, la primera y tercera de estas acepciones parecen encajar bastante bien con la escuela griega antes mencionada. Curiosamente, sin embargo, su sentido más popular es el segundo, esto es, "persona que miente descaradamente". Pensemos ahora en el solapamiento entre esta definición y la de hipocresía: "fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan". En resumidas cuentas, el término "cinismo" ha pasado a convertirse en sinónimo de "mentira", "doblez ", etc. Nada más alejado de una escuela de pensamiento que precisamente propugnaba todo lo contrario: autenticidad, sinceridad, ausencia de encorsetamientos sociales, etc. Es curioso comprobar cómo ha pasado algo parecido con la enfermedad conocida como "síndrome de Diógenes": el afán compulsivo por almacenar objetos inútiles o inservibles. Nada más irónico con lo que referirse a la filosofía de quien no tenía nada en propiedad -se cuenta que incluso renunció a su cuenco cuando vio a unos niños beber con las manos-. Quizás sea solo una intuición muy débilmente sustentada, pero tengo la impresión de que la lexicografía ha sido especialmente injusta, y manipuladora, a lo largo de la historia con aquellos términos que denotaron en un determinado momento actitudes políticamente incorrectas y generalmente malinterpretadas, por defender rigores éticos de muy difícil éxito social. Dejo un par de términos para el improvisado investigador: quijotesco y cristiano.

martes, 2 de diciembre de 2008

El Jack de Joyce


No, no se trata de la afición al bourbon del autor del Ulises, aunque la lectura de esta autobiografía/crónica generacional pueda generar la misma sensación -una extraña impresión de sfumato- que una ingesta masiva de la bebida espirituosa más celebre de los E. U. A. Jayce Johnson retrata en Personajes secundarios su acelerada, intermitente y atormentada relación, que no convivencia, con el gran gurú de la prosa beatnik: Jack Kerouac. Desconozco la trayectoria narrativa de la autora, pero sí es de reseñar su especial capacidad para engarzar con disimulo y elegante artificio su trayectoria vital con la aureola mítica del autor de On the road. A lo largo de la novela descubrimos más cosas de Joyce que de Jack, y no fruto de nuestros conocimientos previos sobre la prosa norteamericana de posguerra, sino por el verosímil y sincero esfuerzo de la autora por descubrirnos a Kerouac a través de ella, en calidad de amante y compañera, y no de rendida admiradora. Kerouac aparece por la novela como los personajes en las películas -en las buenas películas- de Tarantino: lo descubrimos desde dentro y desde fuera. Desde fuera, ese huracán incontenible que siempre pareció ser el escritor canadiense arrolla todo lo que encuentra a su paso, especialmente si se trata de vino y mujeres. Desde dentro, Kerouac parece manifestar una sorprendente inocencia ante el mundo que le tocó vivir. Si tienen un hueco, les aconsejaría que echasen un vistazo a las grabaciones que se conservan de algunas de las apariciones de Jack en la televisión. Al margen de estar casi siempre borracho, hay una espontaneidad en sus respuestas y en sus gestos que se me antojan muy alejadas del estudiado encorsetamiento que caracteriza a buena parte de quienes se cuelgan el cartel de "atormentado y bohemio". Kerouac, como algunos otros, parece haber terminado siendo engullido por el sistema -para muestra, ese terrible anuncio de coches en que se recitan fragmentos de En el camino-, sin que por ello dejemos de percibir en su ánimo algo situado mucho más allá de nuestros televisores, y que ni siquiera él lograba comprender: el atormentado camino de quien no sabe lo que es la vida, a pesar de buscarla en cada esquina...

lunes, 1 de diciembre de 2008

"Desde el jardín": la ataraxia del tarado


La lectura de Desde el jardín (o la contemplación del correspondiente film, Bienvenido Mr. Chance, de cuya fidelidad parece responder la presencia del autor en calidad de guionista) deja un regusto perverso en la lengua. La imagen de un retrasado mental que logra encandilar y seducir a la cúpula político-económica estadounidense, hasta el punto de gozar de un grado de influencia (sobre todo a partir del enigmático cargo que parecen otorgarle al final de la novela...) realmente insultante supone -al margen del también sorprendente magnetismo sexual del protagonista- un buen punto de reflexión en torno a la imagen del éxito y al perfil del triunfador en las llamadas sociedades occidentales. Desde un punto de vista antropológico, los retrasados, locos y alienados han logrado disfrutar de un estatus privilegiado en no pocas culturas, fruto en gran medida de una inefable conexión que el pueblo tiende a percibir entre estos y las fuerzas sobrenaturales. En este sentido, la naturaleza impertérrita de Chance, sumado a sus crípticas alegorías horticultoras, parecen ilustrar con sabia ironía cómo la presencia de disfunciones neurológicas en los principales mandatarios internacionales podría contribuir a entender la situación geopolítica internacional. Al margen de esto, la figura del loco y del retrasado sigue resultando por lo general enigmática y cautivadora, probablemente en gran medida por abrírseles horizontes de percepción que los demás tan solo pueden envidiar (o imitar, a través de la farmacopea). Como conclusión, una sugerencia: indaguen en la vida y obra del dibujante y cantautor Daniel Johnston...

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Perelmán: la escalera arrojada


A pesar de haber anunciado el presumible tratamiento de la figura del filósofo Ludvig Wittgenstein a lo largo de este blog, no aprovecharé esta entrada para desgranar (y aburrir por ello) ante los lectores los procelosos, esquivos y casi poéticos cauces por los que discurre el pensamiento del más celebre de los pupilos de Bertrand Russell. Me limitaré tan solo a aludir a uno de sus más célebres adagios, tal y como aparece recogido en el apartado 6.54 del ya mentado Tractatus logico-philosophicus:

"Mis proposiciones son elucidaciones de este modo: quien me entiende las reconoce al final como sinsentidos, cuando mediante ellas -a hombros de ellas- ha logrado auparse por encima de ellas (tiene, por así decirlo, que tirar la escalera una vez que se ha encaramado en ella).

Tiene que superar esas proposiciones; entonces verá el mundo correctamente".

Es difícil aludir con brevedad al contexto en el que habríamos de insertar tal apunte. Limitémonos a señalar la naturaleza meramente instrumental que Wittgenstein atribuye a sus reflexiones: el lector ha de dar el salto en el vacío a partir de la sugerencia.

La reflexión del filósofo vienés apunta aún más alto: desgranados los entresijos de la filosofía analítica, el mundo comienza a ser visto desde arriba, con una perspectiva que nos reviste con el vertiginoso manto del loco, en la soledad del lobo estepario, aislado en su cúpula de conocimiento...

El matemático Grigori Perelmán parece haber llegado hace tiempo a este estadio: niño prodigio de las matemáticas, su fulgurante ascenso por los escalafones académicos parece haber topado solo con un adversario: él mismo. En efecto, el genio ruso abandonó definitivamente en el 2003 el instituto Steklov en el que investigaba para asistir al reconocimiento mundial -aunque desde la distancia que otorga la ataraxia del eremita- de su demostración de la llamada "conjetura de Poincaré". Dejaremos de lado las correspondientes explicaciones en torno a tal "acertijo" (extremadamente farragosas), desvelando, eso sí, que su resolución por parte de Perelmán (insólitamente colgada en internet en arXiv, rehuyendo por tanto la posibilidad de recurrir a su difusión a través de prestigiosas revistas internacionales) le valió la medalla Fields, el más alto reconocimiento para un matemático (al margen de la millonaria retribución económica: 782.000 euros otorgados por un instituto privado de EE UU para quien diera con la resolución del problema). Perelmán rechazó la medalla y el dinero, limitándose a decir: "era completamente irrelevante para mí. Todo el mundo entiende que si la demostración es correcta entonces no se necesita ningún otro reconocimiento".

La situación actual de Perelmán parece ser desoladora, desempleado y viviendo de la exigua pensión de su madre, según divulgan algunos medios. Desde la perspectiva de un universo políticamente correcto, las escaleras arrojadas por Wittgenstein y Perelmán, una vez subido el último peldaño, suponen un insulto desafiante para quienes no logran ver más allá de los supuestos delirios de dos abstrusos sabios. Con modestia, me atrevo a adivinar universos donde la verdad desnuda resquebraja las nociones más básicas de nuestra existencia: allí donde ya no queda nada que buscar, sencillamente porque la propia búsqueda es un sinsentido, no mayor que el de la existencia. Una vez más, retomo el Tractatus, tan revelador como nuestras intuiciones más perversas:

"Sentimos que, aún cuando todas las posibles preguntas científicas hayan obtenido respuesta, nuestros problemas vitales ni siquiera se han tocado. Desde luego, entonces ya no queda pregunta alguna; y esto es precisamente la respuesta".

martes, 11 de noviembre de 2008

La lógica según el diccionario del Diablo


Lógica, s: Arte de pensar y razonar en estricta concordancia con las limitaciones e incapacidades de la incomprensión humana. La base de la lógica es el silogismo, que consta de una premisa mayor, una menor y una conclusión, por ejemplo:
“Mayor”: Sesenta hombres pueden realizar un trabajo sesenta veces más rápido que un solo hombre.
“Menor”: Un hombre puede cavar un pozo para un poste en sesenta segundos.
“Conclusión”: Sesenta hombres puede cavar un pozo para un poste en un segundo.
Esto es lo que puede llamarse el silogismo matemático, con el cual, combinando lógica y matemática, obtenemos una doble certeza y somos dos veces benditos.



Diccionario del diablo, Ambrose Bierce

jueves, 6 de noviembre de 2008

Garcia Alix y Spinoza: la felicidad del continuo


Lo malo de la filosofía es que su naturaleza esotérica parece sobrepasar en ocasiones el mero revestimiento; esto es, su contenido para iniciados y su estilística críptica la abocan a una autodestrucción a todas luces verosímil, a juzgar simplemente por el número de matriculados en las correspondientes facultades que jalonan el universo humanístico. La pregunta seduce una y otra vez al ciudadano de a pie: ¿la filosofía para qué sirve? Pues, en ocasiones, para la redención...

Al margen de otros constructos, Spinoza pergeñó una ética amparada en el utilitarismo: la felicidad es la causa eficiente de nuestra actividad, lo que viene a decir que la tristeza es la justificación de nuestra hipotética abulia. Pero aún va más allá: el secreto de la alegría radica en la fidelidad a lo imperecedero, categoría en la cual podríamos meter la religión, el arte, etc.

Desconozco si García Alix ha leído a Spinoza, pero parece haber observado fielmente sus preceptos. Para quien no le conozca, Alberto García Alix representa la estampa del fotógrafo canalla, motero, taladrado por una pléyade de tatuajes y, mal que le pese, testigo fiel de la tan llamada "movida madrileña". Estos días expone en el Reina Sofía. Quienes ya le conocíamos no sabemos si nos subyugan más los protagonistas de sus retratos o las pinceladas de su existencia. Heroinómano desde los veinte años, García Alix parece haber superado con cierto éxito una hepatitis C letal con la ayuda de dos cosas: la distancia reparadora que supone una prolongada estancia en París (lejos de Las Barranquillas, barriada de placer y desamparo a un tiempo, tristemente conocida como "el mayor supermercado de droga de Europa") y su pasión por la fotografía. De su biografía arrolladora e inabarcable, me quedo tan solo con una anécdota: antes de morir a causa del caballo, su hermano sentenció con clarividencia cristalina: "tú tienes las fotos, pero a mí, aparte de un trabajo por cuatro duros de mierda, ¿qué me queda salvo el chute?"

Desde luego, Spinoza nunca llegó a conocer a García Alix, pero la transparencia con la que nos transmitió uno de los tan escasos secretos de la felicidad parece permitirle sobrellevar con brío el paso de un tiempo que no ha logrado arrebatarle su más preciado bien: el de la vigencia.

miércoles, 29 de octubre de 2008

"Trópico de cáncer": un "callejeros" septuagenario


Cuando Henry Miller decidió sacar a la luz, en 1934, Trópico de cáncer, el mundo occidental aún no estaba preparado para asumir un texto descaradamente sincero, arrebatadoramente obsceno y descarnadamente poético. La obra fue prohibida en la bienpensante Norteamérica hasta 1962, prueba inequívoca de que Miller tardó mucho en ser profeta en su tierra.
A quienes nunca se hayan aproximado a los procelosos cauces por los que discurre el texto es conveniente que les apuntemos la naturaleza cuasi-autobiográfica del relato, una narración en la cual el protagonista, nadando en la indigencia del burgués utópico -"no tengo dinero ni recursos ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo"- recorre un París aún resacoso de la Gran Guerra, en donde tan solo el sexo, el vagabundeo y el rechazo sistemático de los valores de la clase media -casa, familia, dinero- iluminan una existencia abocada al encuentro beatífico con la sinrazón del esperpento feísta y el caos subversivo:
"Amo todo lo que fluye, todo lo que contiene el tiempo y el porvenir, que nos devuelve al comienzo donde nunca hay fin: la violencia de los profetas, la obscenidad que es éxtasis, la sabiduría del fanático, el sacerdote con su pegajosa letanía, las indecentes palabras de la puta, el escupitajo que va flotando por el arroyo de la calle, la leche del pecho y la amarga miel que mana de la matriz, todo lo fluido, fundente, disoluto y disolvente, todo el pus y la suciedad que al fluir se purifica, que pierde el sentido de su origen, que circuñla por el gran circuito hacia la muerte y la disolución. El gran deseo incestuoso es el de seguir fluyendo, unido al tiempo, el de fundir la gran imagen del más allá con el aquí y ahora. Un deseo fatuo, suicida, estreñido por las palabras y paralizado por el pensamiento".
Vivimos un tiempo en el cual las productoras de televisión parecen aplaudir con complacencia el desarrollo sistemático de programas de investigación en los cuales los reporteros, cámara en ristre, se lanzan al encuentro -obviamente pactado- con las minorías sociales que nuestro inconsciente reserva para la compasión diferida: drogadictos, prostitutas, inmigrantes, etc. Los programas se rodean de un atrezzo de improvisación que en ocasiones casi convence, y nuestra mentalidad judeo-cristiana parece disfrutar del marbete de "denuncia social" que les envuelve. Pero Saturno ha devorado a sus hijos: el programa, en última instancia, solo sirve para que nos congratulemos de nuestra buena fortuna mientras degustamos una cerveza en calidad de espectadores de un chute furtivo con el que un heroinómano nos ilustra sobre la naturaleza devastadora de los opiáceos. ¡Porca miseria! Si Miller logró arrebatar al París oscuro y destructivo de los años 30 una astilla de poesía, no es justo que los orondos gerifaltes de los mass media logren escamotear sus crematísticas intenciones con la producción de espacios televisivos donde al desamparado tan solo le queda saludar con resignación a un espectador que le repudia.

viernes, 17 de octubre de 2008

Nobel de economía para Paul Krugman: un aviso


El premio Nobel de economía pertenece a uno de esos intersticios en los cuales tan solo percibimos el hueco entre dos cosas que nos interesan bastante más. Parece el premio de consolación para los matemáticos que no han logrado desarrollar una carrera investigadora lo suficientemente teórica como para optar a la medalla Fields. Poco sabemos de los economistas laureados con la distinción sueca, al margen del John Nash retratado caricaturescamente en Una mente maravillosa. Lo cierto es que se trata de un Nobel sui generis: tan solo tiene 40 años de antigüedad (a diferencia de la tradición centenaria de los restantes) y fue instituido por el banco de Suecia para conmemorar el tricentenario de su fundación. En cualquier caso, resulta curioso comprobar la naturaleza cuando menos profética de algunas de sus concesiones, en lo que al inmediato desarrollo de la economía mundial se refiere.
En fechas como estas, donde la crisis mundial saca de nuevo a relucir algunos de los problemas del libre mercado neoliberal, el nombre de Milton Friedman aparece por primera vez en publicaciones no especializadas. Friedman, alma mater de la llamada "escuela de Chicago", fue uno de los más acérrimos enemigos del intervencionismo económico, defendiendo a capa y espada la independencia del mercado para autorregularse en períodos de crisis. Friedman ganó el Nobel de economía en 1976, justo entre las crisis del petróleo de 1973 y 1979, en un período de inestabilidad económica que terminaría desembocando en el reaganomics norteamericano y en el thatcherismo inglés, a comienzos de los 80 y finales de los 70, respectivamente, gobiernos ambos en clara sintonía con las propuestas friedmanianas. Tras años difíciles (paro, inflación), el cowboy de Illinois y la "dama de hierro" lograron sacar a flote sendas economías, bonanza esta que les reportó pingües beneficios electorales durante una década...
Volvamos a Krugman. Habitualmente se le define como neokeynesiano, en alusión al economista John Maynard Keynes, responsable del reflote bursátil de los EE. UU. tras el crack del 29, optando por una política intervencionista que persuadió al entonces presidente Roosevelt, quien a través del New Deal sacó a los norteamericanos del marasmo económico...
Intervencionismo versus libre mercado. El eterno dilema. El premio Nobel a Frideman dio el pistoletazo de salida al triunfo (aparente) global de una apuesta económica cuasi-libertariana que logró el éxito político, entre otros, de Reagan y Thatcher (Naomi Klein, en La doctrina del desastre, añade a estos nombres bastante más indignos, como Pinochet, pero esto ya es harina de otro costal). La crisis actual es muy distinta, bastante más cercana a la del 29 (originada en gran medida por la especulación bursátil), si bien hemos de reconocer el gran peso del problema de los hidrocarburos, tal y como sucedió en los 70. Si la Academia sueca disfruta de un olfato económico tan notable como hace treinta años (y los primeros anuncios de los principales gobernantes mundiales, políticos y económicos, así lo auguran) es más que probable que los laureles que ahora coronan las sines de Krugman rubriquen una apuesta por el intervencionismo público, en sintonía con el New deal, que quizás logre sacarnos del agujero donde hemos metido el pie. En cualquier caso, el baño de humildad está garantizado: los banqueros no son Dios.

miércoles, 15 de octubre de 2008

"Rebelarse vende": llegó la hora de la verdad


Rebelarse vende. Una bofetada en la cara. La traducción al castellano observa fielmente la traslación de su sentido original en inglés (The rebel sell. Why The Culture Can´t be Jammed). El libro de estos dos jóvenes profesores canadienses niega la mayor: no hay nada realmente contracultural en lo que habitualmente llamamos contracultura. Es más, al establishment le beneficia muy mucho planteamientos que, en última instancia, defienden un derecho a la diferenciación y a la rebeldía que, en realidad, está en absoluta consonancia con los sentimientos que alientan buena parte de los anuncios que jalonan nuestras calles y carreteras. Ilustrándolo con abundantes ejemplos extraídos de la cultura popular contemporánea, Heath y Potter nos hacen ver (imapagable la portada en la que vemos al "Che" de Alberto Korda decorando una taza de café) cómo las críticas al consumismo parten de una fobia al gregarismo que termina desencadenando, casi siempre, nuevas fórmulas perfectamente asimilables por el actual sistema de mercado. Las pocas excepciones que parece haber a esto son las conductas marcadamente asociales (casi podríamos decir que patológicas) y la actitud escapista de quien, tendiendo hacia el exotismo utópico, ve en la evasión una fórmula de autoengaño. Heath y Potter terminan apelando al "juego limpio", y no a la revolución, a la hora de cambiar las cosas "desde dentro", concluyendo con un canto a la democracia representativa (en aras de su naturaleza pragmática) que a mí personalmente se me antoja sofista y conservador. Quizás aquí radique el mayor defecto del texto: la desoladora destrucción del "revolucionario inocente" supone un sacrificio que no se ve compensado cuando llega la hora de la propuesta programática. Ya sabemos que las cosas irían mejor si fuésemos menos egoístas, pero trazar un fresco de la macroeconomía global, en clave neoliberal, retratándola como un ogro omnímodo de mil cabezas me parece, cuando menos, demasiado frustrante, sobre todo cuando cerramos el volumen con tan preocupantes palabras como las siguientes: "mientras los ciudadanos estén dispuestos a ceder su libertad a cambio de que los demás ciudadanos hagan lo mismo, no hay nada de malo en ello". A mí me parece que sí.

lunes, 13 de octubre de 2008

¿Tractatus?


Para los legos en filosofía analítica se hace necesario un breve escolio aclaratorio. Tan pomposo rótulo remite a una críptica, pero no por ello menos trascendental, publicación de Wittgenstein: Tractatus logico-philosophicus. Lejana ya en el tiempo -casi un siglo-, la obra del filósofo austríaco me ha servido como excusa -dejaremos de momento cualquier intento de ahondar en su análisis- para pergeñar tibiamente algo parecido a una declaración de intenciones. En efecto, en este blog intentaré dar cabida a la reflexión filosófica, aunque, eso sí, desde una perspectiva bastante más interdisciplinar que la del bueno de Ludwig (digamos, sociológico-filológico-cultural). Mi elección personal, en cualquier caso, viene marcada por mis simpatías hacia quien, desde la disidencia y el individualismo, intentó pautar con toda la honradez que le fue posible una nueva concepción -leamos interpretación- de la realidad. Desde este prisma, intentaré ir ilustrando con reflexiones personales nuevas lecturas del universo circundante. Muchas gracias por su atención.