miércoles, 29 de octubre de 2008

"Trópico de cáncer": un "callejeros" septuagenario


Cuando Henry Miller decidió sacar a la luz, en 1934, Trópico de cáncer, el mundo occidental aún no estaba preparado para asumir un texto descaradamente sincero, arrebatadoramente obsceno y descarnadamente poético. La obra fue prohibida en la bienpensante Norteamérica hasta 1962, prueba inequívoca de que Miller tardó mucho en ser profeta en su tierra.
A quienes nunca se hayan aproximado a los procelosos cauces por los que discurre el texto es conveniente que les apuntemos la naturaleza cuasi-autobiográfica del relato, una narración en la cual el protagonista, nadando en la indigencia del burgués utópico -"no tengo dinero ni recursos ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo"- recorre un París aún resacoso de la Gran Guerra, en donde tan solo el sexo, el vagabundeo y el rechazo sistemático de los valores de la clase media -casa, familia, dinero- iluminan una existencia abocada al encuentro beatífico con la sinrazón del esperpento feísta y el caos subversivo:
"Amo todo lo que fluye, todo lo que contiene el tiempo y el porvenir, que nos devuelve al comienzo donde nunca hay fin: la violencia de los profetas, la obscenidad que es éxtasis, la sabiduría del fanático, el sacerdote con su pegajosa letanía, las indecentes palabras de la puta, el escupitajo que va flotando por el arroyo de la calle, la leche del pecho y la amarga miel que mana de la matriz, todo lo fluido, fundente, disoluto y disolvente, todo el pus y la suciedad que al fluir se purifica, que pierde el sentido de su origen, que circuñla por el gran circuito hacia la muerte y la disolución. El gran deseo incestuoso es el de seguir fluyendo, unido al tiempo, el de fundir la gran imagen del más allá con el aquí y ahora. Un deseo fatuo, suicida, estreñido por las palabras y paralizado por el pensamiento".
Vivimos un tiempo en el cual las productoras de televisión parecen aplaudir con complacencia el desarrollo sistemático de programas de investigación en los cuales los reporteros, cámara en ristre, se lanzan al encuentro -obviamente pactado- con las minorías sociales que nuestro inconsciente reserva para la compasión diferida: drogadictos, prostitutas, inmigrantes, etc. Los programas se rodean de un atrezzo de improvisación que en ocasiones casi convence, y nuestra mentalidad judeo-cristiana parece disfrutar del marbete de "denuncia social" que les envuelve. Pero Saturno ha devorado a sus hijos: el programa, en última instancia, solo sirve para que nos congratulemos de nuestra buena fortuna mientras degustamos una cerveza en calidad de espectadores de un chute furtivo con el que un heroinómano nos ilustra sobre la naturaleza devastadora de los opiáceos. ¡Porca miseria! Si Miller logró arrebatar al París oscuro y destructivo de los años 30 una astilla de poesía, no es justo que los orondos gerifaltes de los mass media logren escamotear sus crematísticas intenciones con la producción de espacios televisivos donde al desamparado tan solo le queda saludar con resignación a un espectador que le repudia.