lunes, 16 de agosto de 2010

Yo acuso...


Hace unos días estuve de vacaciones por Berlín. Al margen de las clásicas paradas japonesas (Puerta de Branderburgo, Reichstag...) tenía tres enclaves muy grabados en la cabeza: el barrio turco de Kreuzberg, la East Side Gallery y... Tacheles.
Resumiendo, podríamos decir que Tacheles quizás sea la casa okupa más famosa del mundo. En precaria situación de supervivencia, Tacheles ofrece dos ambientes muy distintos: una explanada al aire libre, donde las obras artísticas de distintos creadores se yuxtaponen en una suerte de pseudo-calle, y el edificio propiamente dicho, con una ornamentación graffitera (digna representante del horror vacui más urbano que podamos concebir) y un olor a orines en el primer piso que en absoluto servía de acicate para el ascenso por el bloque. En cualquier caso, prudencia y temor me llevaron a dejar la excursión en el segundo piso, descubriendo posteriormente (vía internet) que en la planta cuarta se mantiene una galería de arte con muy dignas muestras.
Sobre decir que en ningún momento tuve que sortear detectores de metales ni majestuosos teutones con uniforme y cara de pocos amigos. De igual modo, mi poder adquisitivo tampoco influyó en modo alguno en mi acceso al local. Tan solo una urna metálica aconsejaba un solidario donativo en medio de la explanada interior, al objeto de propiciar la supervivencia del local (por cierto, actualmente con serias amenazas de desaparición).
Berlín apuesta por el civismo. En los medios de transporte público no existen torniquetes de ningún tipo para garantizar la contribución económica del ciudadano al sostenimiento de la locomoción no-privada. Se da por supuesto que el alemán de a pie se paga su billete y lo valida en las máquinas dispuestas en las distintas estaciones. Se habla de la presencia ocasional de revisores para certificar el correcto desarrollo del proceso, pero tras cinco días de estancia en la ciudad puedo asegurar que podría haber viajado sin pagar un euro: nadie me pidió jamás un billete de metro.
Pensemos ahora en nuestras ciudades, en donde no satisfechos con ser conducidos, al modo de aves de corral, a través de artefactos metálicos solo accionables tras la correspondiente introducción del adecuado billete de transporte, aún forzamos nuestra suerte con frecuencia intentando compartir plaza en el torniquete con el esforzado ciudadano que sí ha pagado su ticket. La picaresca española no es un mecanismo de supervivencia: es la causa de nuestra cosificación. Inconscientemente delegamos en el Gran Hermano urbano nuestra capacidad para autogobernarnos, ostentando en todo momento nuestro aún prepúber estado de evolución ciudadana.
Las gentes del mediterráneo podemos enorgullecernos de la importancia que concedemos a la familia, a las relaciones sociales, al humor o a la vida en la calle, frente al individualismo y a la seriedad norteñas, pero viajando por Inglaterra o Alemania experimento un triste sentimiento de envidia ante la privilegiada situación de países donde la responsabilidad ciudadana en el sostenimiento del patrimonio cultural o de las infraestructuras más básicas deja en un segundo plano todo elemento coercitivo, sin mencionar una despreocupación y respeto por las indumentarias ajenas, escapando a todo cliché, que aún dejan muy lejos de Italia, España o Portugal el rechazo a la censura social por cuestiones meramente estéticas.
De regreso en Madrid, vuelta a la realidad: haciendo cola en Barajas, soy el único de un grupo de viajeros al que un sesudo guardia de seguridad cachea sin explicación alguna. Comprensiblemente, mi barba de varios días, mis pantalones militares y mi camisa de cuello Mao demostraban sin duda alguna mi condición de mulero, si bien el exhaustivo examen no permitió hallar los dos kilos de "jaco" que imagino que el agente confiaba en encontrar.
¡Larga vida a Tacheles!

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