martes, 31 de agosto de 2010

En defensa de la clase intelectual


No resulta revelador afirmar que existe cierta tendencia dentro de algunas corrientes del pensamiento libertario en función de la cual todo lo que huele a intelectual genera un rápido repudio, amparándose en la intuición, más o menos confirmada, de que todo individuo que blande el conocimiento o el acervo cultural como mecanismo configurador de la personalidad busca tan solo detentar otro elemento de poder más, a través de una oligarquía de neochamanes, de sumos sacerdotes, que intentan controlar a sus semejantes mostrando, solo a medias, esa magia negra a la que se envuelve en una falsa aureola de transparencia e inocencia mediante el uso del término “saber”.
Personalmente, con frecuencia tengo la impresión de que este asunto, hasta donde alcanzo a conocer, no ha sido tratado con el suficiente rigor y la necesaria honestidad, recurriendo con frecuencia a esa cómoda argucia demagógica que surge cada vez que mencionamos el valor que, a modo de herramienta disfrazada, tiene una estrategia para volvernos más manipulables y vulnerables ante semejantes con menos escrúpulos y más ambición que nosotros.
En realidad, y si he de ser sincero, ignoro lo que significa ser “anti-intelectual”, el “anti-intelectualismo” o las corrientes “anti-intelectualistas”. Si, tal y como defienden los planteamientos más radicales de los abanderados por John Zerzan, para recuperar nuestra libertad y para alcanzar la felicidad hemos de renunciar a toda suerte de prácticas simbólicas, ser anti-intelectual debe de ser algo así como ser “pro-paramecio”. Cuando antropólogos como Talcott Parsons plantean que la cultura, lo cultural, es, sencillamente, un “discurso simbólico colectivo”, renunciar a la cultura —o lo que es lo mismo, renunciar a lo simbólico— supone pretender sumirnos en el averno de la bestialidad, negar nuestra condición de humanos.
En cierto modo, pienso que la corriente anti-intelectual se basa en una serie de premisas no suficientemente contrastadas, y que convendría matizar, si bien este espacio tan solo permitirá apuntarlo sucintamente:
1) Existe una clara dicotomía entre mente y cuerpo, y por tanto entre auténtico trabajador manual y falso trabajador intelectual. Autores como Eugenia Ramírez han señalado precisamente lo erróneo de este planteamiento, el cual presenta las mismas bases que la filosofía cristiana y el pensamiento cartesiano, que condenan lo físico y enaltecen lo mental presuponiendo una evidente y constatable frontera entre ambos. De ser así, no tendría sentido admitir el síndrome del “miembro fantasma” en individuos que han sufrido amputaciones traumáticas ni reconocer la influencia de los distintos estados mentales en el sistema nervioso, inmunológico, etc.
2) Hay una identidad real entre intelectual y empresario. Como consecuencia del supuesto límite entre los dos ámbitos mencionados en el apartado anterior, la imagen del trabajador intelectual casi resulta paradójica, un sinsentido, si no fuese por la labor de proyectos como Transform que, a través de la revista Transversal, han venido denunciando la situación del denominado “cognitariado”, esto es, los trabajadores del ámbito artístico, intelectual y cultural que, desde la precariedad laboral, sufren la misma problemática que cualquier otro colectivo de trabajadores en clara situación asimétrica dentro del sistema productivo, respecto al cuerpo empresarial.
3) Los intelectuales pertenecen a la burguesía, manifestando una clara ideología neoliberal y capitalista. Desde los colectivos que defienden la implantación del llamado “software libre” hasta quienes utilizan licencias de propiedad intelectual no privativas en cualquier ámbito cultural existe una denuncia más o menos explícita de lo que se ha venido dando en llamar “capitalismo cognitivo”, esto es, la tendencia actual y creciente a la privatización más y más restringida de la producción intelectual y artística (libros, películas, música, etc.), con el consiguiente empobrecimiento que dicho encorsetamiento genera en la transmisión de conocimiento.
4) El intelectual no es un trabajador. Aquí se da una manifiesta confusión, desde la noción de la “clase ociosa” de Thorstein Veblen, fruto del contacto con la idea de “entretenimiento”. En efecto, no es lícito establecer una relación de identidad entre quienes se apropian del ocio y el entretenimiento, mediante su consumo exacerbado, y los que contribuyen al desarrollo de ámbitos no directamente productivos, tal y como suele suceder con el terreno de la cultura.
5) Conocimiento, poder y control son lo mismo. De nuevo, una peligrosa confusión terminológica. Una cosa es entender, en ocasiones muy puntuales, el saber en cuanto adquisición de herramientas retóricas y argumentativas para guiar aviesamente la voluntad de quienes no son capaces de entrever las intenciones dominadoras del orador de turno y otra muy distinta concluir de ello que el conocimiento y la cultura, en todas sus formas y variantes profesionalizadas, solo sirven para someter a la población. Como bien sabemos, suele haber una relación más que confirmada entre calidad y extensión del sistema educativo, nivel de vida, derechos de los ciudadanos y desarrollo del país.
6) No existe ninguna diferencia entre el colectivo de docentes y el sistema educativo. De ser así, de esta idea tendríamos que inferir que no se encuentra disonancia alguna entre el objetivo —desgraciadamente, y siendo sinceros, perseguido por muchos, aunque no por todos los profesores— de intentar desarrollar el pensamiento libre de ciudadanos aún jóvenes, buscando que estos se familiaricen con el mundo que les rodea, y el componente proselitista y axiológico que todo sistema educativo más o menos institucionalizado comporta.
7) El trabajador no necesita de la cultura ni de las artes para su emancipación. Una afirmación que, de nuevo, me causa perplejidad, a no ser que verdaderamente consideremos como aspectos constitutivos de la clase proletaria el conformismo, la ignorancia, la ausencia de inquietud y curiosidad o la insensibilidad más ramplona. No creo ser el único al que le resulte desconcertante la idea de que alguien pueda rebelarse contra una situación dada, proponiendo soluciones y estrategias de actuación, desde el desconocimiento. Me cuesta creer que, en términos absolutos, aprender esclavice e ignorar libere.
¿Dónde acaba el trabajador y empieza el intelectual? ¿Acaso un fontanero no necesita de su lóbulo frontal para llevar a cabo una reparación? ¿Es que un escritor puede prescindir de todo el aparato motor para elaborar un ensayo? La disociación entre cuerpo y mente, no suficientemente confirmada —como hemos apuntado en las líneas anteriores—, no hace más que establecer categorías artificiales, a partir de las cuales los demagogos pueden servirse de la retórica más trillada para intentar emancipar a la clase trabajadoras... de sí misma. La cultura, el acervo de conocimiento que surge de la sociabilidad, es consustancial al ser humano. Los “niños-lobo” no se sirven del universo simbólico, pero tampoco son capaces de denunciar las hipotéticas opresiones del ambiente en el que se desarrollan. Existe una importante barrera, no siempre destacada, entre la figura del intelectual en cuanto individuo que contribuye, de una u otra forma, al enriquecimiento de sus semejantes, y el rol de los eruditos como caudillos que, a través del tristemente célebre despotismo ilustrado, creen poseer la verdad absoluta para lograr la felicidad de la especie humana. De igual modo, la situación del intelectual dentro del sistema productivo es inseparable de la de cualquier otro trabajador, en la medida en que es su actividad, y no su dinero, la que genera bienes de uno u otro tipo.
En conclusión, temo que haya que estar alerta ante visiones apocalípticas que, en gran medida, solo generan división y desconfianza, demonizando a un colectivo que, salvo perversas excepciones, se ha visto tan perjudicado como cualquier otro grupo de trabajadores a raíz de las revoluciones liberales de los últimos siglos. En este sentido, el pírrico porcentaje de beneficios que se otorga a la autoría de una obra aleja a la propiedad intelectual de su verdadero hacedor, en una situación de alienación muy cercana a la experimentada por quienes tradicionalmente se considera que constituyen el proletariado. No nos dejemos engañar: el sistema perjudica a todo trabajador externo a la oligarquía de mando, independientemente de si empuña la pluma o el martillo.

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