miércoles, 5 de junio de 2013

Del empleado en cuanto ser unidimensional

En los convulsos tiempos —edulcorados para unos, insoportables y desesperantes para otros— con los que nos ha tocado bregar, tener un empleo y, con él, una fuente estable y periódica de remuneración se ha convertido en una suerte de maná, una lotería cada vez más azarosa que se brinda caprichosamente según criterios aparentemente inescrutables. Quien más, quien menos, y siempre con la salvedad de los aún intocables funcionarios de carrera, la mayoría de nosotros miramos al futuro con la inseguridad de ignorar si lo peor del chaparrón ya ha pasado. Tener un empleo al día de hoy parece el único escudo protector con el que capear el ciclo regresivo al que se enfrenta España actualmente, arrastrada por una economía de mercado cada vez más liberalizada donde el ladrillo ha terminado por ser el lastre que nos han colgado al cuello antes de arrojar nuestro cuerpo a las aguas de la desregulación salvaje. Sin embargo, la imperiosidad de la supervivencia al precio que sea ha acabado por construir un mantra invulnerable: por encima de todo, y según la suerte que nos ha tocado a cada cual, hemos de congratularnos de nuestro salario o, en el peor de los casos, aspirar a uno. Ahora más que nunca, nuestro sueño es trabajar. Al margen de que resulte del todo obvio que la actividad asalariada sea la principal, o al menos la más recurrente, fuente de recursos para la satisfacción de las necesidades elementales, no quiero dejar de pasar de pasar por alto la ocasión sin alertar del peligro que corremos actualmente, en mi opinión, quienes hemos acabado por reducir la naturaleza poliédrica de nuestras vidas, complejas y cargadas de afectos, aspiraciones e inquietudes, exclusivamente a un tiempo para la retención o la consecución de un trabajo. Convertir al ser humano en un asalariado, o en alguien para quien dicho perfil es su única aspiración, nos retrotrae al universo dickensiano donde la vida de los hombres se reducía a trabajar, dormir y sobrevivir. El sociólogo José Félix Tezanos, hace no mucho tiempo, publicó un estudio según el cual la mayor parte de la población activa ya no consideraba su actividad laboral como uno de los rasgos definitorios de su identidad. Por el contrario, otras variables, como las aficiones, por ejemplo, pasaban a ocupar puesto preferenciales a la hora de valorar nuestros perfiles. La tremenda movilidad laboral y la cada vez más frecuente desconexión entre trabajo y estudios o vocación, permitían, en parte, valorar los resultados del estudio. Sin embargo, e ignorando si el profesor Tezanos ha actualizado su encuesta en los últimos años (esta fue hecha antes de la crisis), da la impresión de que, de llevarse a cabo dicha investigación justo ahora, el ciudadano medio quizás retomaría la cuestión de lo laboral como elemento identitario, pero desde un prisma exclusivamente binario: trabajador versus desempleado. Y no hay más. La “narratividad del yo”, en palabras de Jerome Bruner, pasa por la construcción de un relato autobiográfico donde el sujeto se convierte en protagonista de una historia que tiene como McGuffin, como elemento que hace avanzar la trama, la relación de aquel con la actividad laboral. En los tiempos que corren la idea estigmatizante de estar sin empleo parece comenzar a deslizarse peligrosamente hacia el concepto judeocristiano de pecado. Aun en aquellos casos, cada vez más excepcionales, en los que las necesidades materiales puedan verse cubiertas y el individuo rellene su jornada con las suficientes actividades como para no tener que enfrentarse al descorazonador marasmo del aburrimiento, sobre la conciencia del sujeto en paro siempre sobrevuela un sentimiento de culpa cual dedo acusador. La sensación de fracaso e inferioridad acaba por minar la moral y destruirlo todo a su alrededor, al margen de que, en términos absolutos, no exista un respaldo ético que legitime la conveniencia moral de trabajar. Si David Graeber, en En deuda, una historia alternativa de la economía, se preguntaba por la naturaleza deontológica de los préstamos, llegando a la conclusión de que, en sentido estricto, nada obligaba a subsanar una deuda, aquí la pregunta es: al margen del dinero, ¿por qué trabajar? O digámoslo de otra manera: ¿por qué la posición del individuo respecto al sistema productivo se ha convertido en la piedra de toque de nuestra identidad? Precisemos un poco más. Aquí ya no se trata de adoptar mensajes populistas al modo del opúsculo de Bob Black La abolición del trabajo, con su seductora y rupturista idea de rebelerse frente a la subordinación que marcan las asimétricas relaciones empleado-patrón. Tampoco consiste en reírle las gracias al filósofo Slavoj Žižek cuando en el documental Marx reloaded se pregunta por la ironía que supone buscar un empleo: “por favor, esclavíceme de nuevo; más que nada en este mundo anhelo ser sometido a los caprichosos designios de un jefe”. No. No van por ahí los tiros. Una cosa es reconocer que, para la mayor parte de nosotros, la subsistencia pasa por vender nuestra fuerza de trabajo a un extraño, y asumir que, dada la coyuntura actual, la impotencia de millones de españoles en su búsqueda de un empleo está llevando a una creciente marginalidad de la ya extinta clase media, con situaciones cada vez más y más desesperadas, y otra muy distinta claudicar ante el legítimo derecho de todos nosotros a vernos como seres humanos que actúan, piensan y se relacionan. Ante la casposa pregunta del “¿estudias o trabajas?”, reconvertida en “¿sigues en paro?”, llega la hora de responder “¿por qué?” Y en este sentido la responsabilidad del movimiento sindical resulta clave. ¿No es acaso un oxímoron, un aserto contradictorio en su propia formulación, pedir “la emancipación de la clase obrera”? ¿Qué clase de broma semántica es esta? ¿Cómo se pretende conseguir dicha “independencia”? ¿Aumentando nuestros derechos laborales? Genial, pero, ¿deja el gato de ser felino por mejorar sus condiciones de vida félida? ¿No encubre acaso dicho lema un torticero afán de autoafirmación de las cúpulas sindicales desde el momento en el que el individuo queda reducido dentro del grupo a su simple condición de proletario? Owen Jones, el jovencito responsable del interesante ensayo Chavs: la demonización de la clase obrera, tras analizar la evolución de la consideración social hacia la clase trabajadora en Inglaterra, teniendo como punto de inflexión el thatcherismo y el desmantelamiento de las organizaciones mineras en los años setenta y ochenta, carga contra la connivencia de unas centrales sindicales que se han negado a abrir los ojos ante las nuevas relaciones laborales de un mundo globalizado donde la movilidad, el auge del sector servicios y del llamado “cognitariado”, el trabajo en casa o la temporalidad hacen del todo imposible el uso de elementos de presión forjados en las condiciones de trabajo del siglo diecinueve, donde predominaba la actividad manual, la permanencia continuada en la misma fábrica y el contacto social constante con el resto de los trabajadores. ¿Cómo es posible, se pregunta Jones, que uno de los colectivos más desfavorecidos actualmente, como es el de los teleoperadores, cuente con un porcentaje bajísimo de afiliaciones entre las organizaciones obreras? ¿Cómo se pueden seguir manejando protocolos decimonónicos para la preparación de una huelga cuando la actividad laboral cada día tiene contornos más difusos desde el punto de vista espacio-temporal? El maravilloso arte del ombliguismo sindical, irreflexivo y acrítico con frecuencia, parece estar actuando en contra de todos nosotros al reafirmarse en el uso de herramientas carentes ya de toda operatividad. En este sentido, convertirnos en individuos monolíticos definidos solo por nuestra ubicación (dentro o fuera, en realidad) en el sistema productivo no hace más que resaltar con luces de neón la naturaleza despiadada de los sistemas económicos postfeudales: o tienes un empleo o no existes, cara o cruz. No hace mucho coincidí en la calle con un amigo al que llevaba sin ver un tiempo. Los tópicos del momento nos llevaron a preguntarnos por nuestra situación laboral actual. “Estoy con unas prácticas no remuneradas”, me dijo. “Menos da una piedra, al menos no estoy en casa”. Nos despedimos al rato, dejándome con la agridulce sensación de que ostentar ante los demás una situación laboral rayana en la esclavitud lleva camino de convertirse en un elemento de distinción social. Tengo trabajo, alguien que me manda. Vuelvo a existir.

viernes, 12 de octubre de 2012

Por la libertad de expresión

De trabajadores a ciudadanos: Ante los cambios que está sufriendo RNE en los últimos tiempos, un grupo de trabajadores queremos deciros que esta no es la radio que queremos hacer. Ni queremos esta, ni queremos la de Aznar, ni queremos la de Felipe. Queremos la de los últimos años. Esa que, por fin, era fruto del consenso obligado entre los partidos. Esa en la que la ideología quedó al margen y pudimos trabajar con libertad y con criterios exclusivamente profesionales. Esa que, siendo mejorable, nos situaba por primera vez cerca de los medios internacionales más avanzados y serios. Esa que ha sido reconocida dentro y fuera de España, y por gente de todas las ideologías. Pero en un solo mes esa radio ha desaparecido. No sólo hemos vuelto a los tiempos de la manipulación y el sectarismo, sino que se añade algo mucho más grave: el hundimiento de la calidad. Y eso no tiene nada que ver con izquierdas o derechas. Desde nuestros sitios asistimos cada día atónitos, indignados y tristes a cómo se perpetra una radio que es de todo menos profesional. Una radio hueca en la que vuelve a primar el discurso oficial. Una radio en la que los temas incómodos para el gobierno desaparecen o son relegados, y los que son irrelevantes pero positivos para el ejecutivo, suben a los primeros puestos. Una radio en la que nos saltamos directos y ruedas de prensa fundamentales y, lejos de poner el grito en el cielo, nos damos palmadas en la espalda. Una radio de entrevistas pelotas y superficiales a la derecha y llenas de reproches a la izquierda. Una radio en la que los presentadores de los informativos (que, en su mayoría, no tienen experiencia en esa tarea) hacen editoriales y apostillan alegremente con opiniones, siempre del mismo lado. Una radio en la que hemos pasado de la exigencia y la seriedad, a la desorganización, el desconocimiento y la despreocupación. Pero no sólo ha cambiado la forma de hacer la radio, sino quiénes hacen la radio. Porque aunque seguimos siendo los mismos, la mayoría están cambiados de sitio. Volvemos a aquellos tiempos en los que cuando llega una nueva dirección arrasa con todo y no por razones profesionales como dicen. Porque ¿quién se cree que se cambien todos los editores y presentadores de los programas e informativos, los nombres de los espacios, las sintonías, o incluso los jefes técnicos e informáticos sólo por razones profesionales? ¿Todos los que estaban eran malos? ¿Todos los que están ahora son mejores? Entendemos que una dirección debe rodearse de gente de su confianza, pero llegar a hasta ese punto no se explica si no es porque quieres poner “a los tuyos” y volver a utilizar la radio como tu cortijo. Pues quienes piensan así deben saber que estamos hartos de que a los trabajadores se nos tenga por un ejército que está ahí para obedecer las instrucciones de unos o de otros aunque sean opuestas, ilógicas e injustas. Estamos agotados de que nuestras carreras profesionales fluctúen o ni existan por razones ajenas a nuestro trabajo. Por no aceptar órdenes políticas o porque otros las aceptan demasiado. Y lo que es peor, estamos tristes porque sabemos que no hay mayor mal para una radio que estar cambiando constantemente las voces, los programas y las formas. Porque así es imposible fidelizar oyentes. Y ahora que habíamos empezado a conseguirlo, volvemos a tirarlo por tierra. Pero hay otra prueba de que los cambios no están motivados por razones profesionales: la redacción ha dejado de “sonar”. La espontaneidad, los debates, la tensión informativa… Todo ha desaparecido para dar paso a un silencio motivado por el miedo a las represalias. Porque ya hemos visto cómo muchos compañeros –directivos o redactores de base- han sido retirados de sus puestos “naturales” sin justificación y con formas un tanto mafiosas. A lo que hay que añadir una bajada de sueldo que asumíamos por cómo están las cosas, pero que ha empezado a irritar cuando, por ejemplo, hemos visto que la mayoría de los nuevos directivos están remodelando sus despachos (obra incluida). ¿De verdad es necesario? ¿No les parece un gesto de desprecio hacia sus trabajadores? Y así van pasando los días y empiezan a normalizarse una mediocridad y una manipulación que, en absoluto, son normales. Ni debéis admitirlo los ciudadanos, que sois quienes pagáis esta RTVE, ni debemos admitirlo los trabajadores. Por eso, ante la falta de reacción de nuestro consejo de informativos, hemos decidido actuar. Para hacer saber a los ciudadanos que no compartimos esta radio y que sabemos que estamos siendo el hazmerreír. Para decirle a la nueva dirección que manipular hoy en día, con unas redes sociales que te desmienten al minuto, solo nos lleva a hacer el ridículo. Para decirle al gobierno que cuando se permite semejante bajón en la calidad la audiencia huye y la radio no sirve ni para manipular (aunque quizá ese sea el plan: servir en bandeja su cierre). Y para decirles a los compañeros que somos más, que no nos pueden castigar a todos y que nos estamos jugando el futuro. Como periodistas que defendemos la transparencia lamentamos tener que empezar de forma anónima, pero eso cambiará. Mientras tanto os dejamos una cuenta de twitter (@salvemosRNE) desde la que iremos denunciando todo lo que va pasando en RNE y desde la que, esperamos, vosotros también denunciéis. Porque estamos juntos en esto. Si una vez se consiguió una RNE de calidad, se podrá siempre. Fdo: El colectivo “Salvemos RNE”

sábado, 6 de octubre de 2012

Pero... ¿quién debe?

Recientemente he asistido a una de tantas concentraciones-eco que han tenido lugar por España en solidaridad con quienes acudieron al Congreso el 25-s (es de suponer que no me refiero ni a los políticos ni a las fuerzas de seguridad). Quienes encabezaban el acto que secundé portaban un pancarta que rezaba "No debemos. No pagamos. Abajo el régimen". No me dejó impasible el cartel, fundamentalmente por las serias dudas que albergaba sobre las dos primeras oraciones y por el interés socio-político que le encontré a la última de ellas... La pancarta, en cualquier caso, me trajo a la memoria el último libro de David Graeber "En deuda. Una historia alternativa de la economia." Recomiendo con entusiasmo su lectura, si bien no en especial para momentos de digestiones y modorras densas. El amplísimo repaso histórico y antropológico que Graeber lleva a cabo se basa en una afirmación básica: el trueque nunca ha existido como estadio previo a las situaciones de intercambio comercial explícito e inmediato. Parece una construcción de los economistas, una especie de aserto incuestionable del que no hay ninguna fundaentación empírica. El escritor nos lleva a una nueva lectura de la historia de la economía, donde el aumento del poder político avanzó en paralelo al desarrollo del sistema comercial, de la acuñación de moneda y de la creación de la deuda, sustentada esta sobre férreos sentimientos muy próximos a los de la culpa moral y el pecado religioso. Lectura muy recomendable, con infinitas implicaciones y que replantea el dogma liberal de que la economía ideal es aquella donde la presencia de los agentes públicos y del gobierno se vuelven prácticamente inexistentes. Es tanto como afirmar que para que las redes sociales adquieran aún mayor repercusión se hace imperativo desmantelar todo el material informático anivel mundial.

viernes, 21 de octubre de 2011

Normatividad versus cultura: la ortografía como encrucijada


Personalmente, no me resulta en modo alguno ajena la estampa del alumno que, suficientemente enculturado, en mayor o menor medida, a partir de determinados estadios del sistema educativo, responde de forma mecánica al profesor de turno cuando se ve interpelado por alguna cuestión de naturaleza ortográfica en la que en apariencia se busca sondear la espontánea reacción del adolescente abordado. Así, ante preguntas tan poco sospechosas de neutralidad como “¿y a ti qué te parece esto de la ortografía?; ¿la consideras necesaria, oportuna, inútil?”, el Manolito o Chusín de turno, ya adiestrado en las artes del cortejo académico, responde con fingida inocencia: “la ortografía es muy importante para que sepamos escribir bien y no seamos unos analfabetos toda nuestra vida”. El profesor asiente, los demás compañeros cuchichean, censurando la ramplona concesión de Vicentito, y la clase y la vida siguen sus cursos…
La ausencia casi absoluta de reflexividad en las cuestiones ortográficas y normativas ha llevado a adoptar actitudes extremas y maniqueas que simplifican y desvirtúan un fenómeno tan vivo como las células de mi organismo. En efecto, el lenguaje no consiste en un código cerrado sujeto tan solo al estudio de la arqueología filológica. De ser así, usaríamos el registro del marqués de Santillana para debatir acerca de la idoneidad o no de descargar un programa para la descompresión de archivos multimedia. En el otro extremo del continuum, la ortografía parece mostrarse como algo más que una hidra despiadada que cercena sin piedad la paciencia y el buen hacer de nuestros adolescentes.
¿Cómo dar con el justo medio? Difícil cuestión, cuando es constatable la existencia de múltiples sociedades ágrafas o de culturas, como la anglosajona, donde la vastedad en la difusión de sus modalidades lingüísticas no guarda ninguna correspondencia con la fortaleza institucional de algún organismo preocupado en exclusiva por velar por la incorruptibilidad del inglés. ¿Mandamos, pues, al demonio, bes, uves, haches y demás zarandajas? Ni tanto ni tan calvo, especialmente cuando usamos una lengua tan multicultural como el castellano, que se extiende por países y continentes con todo tipo de azarosas circunstancias sociales y educativas.
La ortografía cohesiona y proporciona nitidez y estandarización a los usos lingüísticos, pero la sacralización del lenguaje normativo nos lleva a escuchar aberraciones del tipo de “yo es que hablo muy mal” o “los que mejor usan el español son los de Valladolid, sin duda”. Si por “idioma” entendemos una determinada variedad lingüística, la tan llamada norma culta, usada de forma espontánea en contadas ocasiones y por limitados usuarios, y convertimos en una suerte de lengua franca el sistema comunicativo manejado por el noventa, o más, por ciento de la población que, intuitivamente, adscribimos sin embargo al mismo ámbito idiomático que quienes se supone que hablan “bien”, lo más probable es que acabemos en un callejón sin salida donde optemos, bien por considerar que el lenguaje correctamente utilizado es por definición artificial, bien por concluir, sencillamente, que a nueve de cada diez hablantes de español no se les entiende cuando intentan comunicarse.
El lenguaje es nada más, y nada menos, que una herramienta de comunicación, y la ortografía puede ayudar a facilitar unos patrones que contribuyan a ese propósito relacional, pero no hasta el punto de creer que existe un buen idioma y un mal idioma. Por encima de todo ello está el sentido común y la adecuación. Tan absurdo puede ser comenzar un solemne discurso con un “pienso de que” como dirigirse a un compañero de barra en la final de la Copa del rey anunciándole que “me congratulo de que las veleidades que tu ánimo manifiestan no se vean en modo alguno proyectadas sobre tu itinerante trayectoria en las inmediaciones de mi campo visual”. Intentaré recordarlo la próxima vez que felicite a Manolito en clase por su buen juicio a la hora de ponderar el valor de las normas gramaticales y ortográficas…