martes, 20 de enero de 2009

Metafísica en las cumbres


Los laureles de la gloria tienden a sembrar las sienes de deportistas adscritos, por lo general, a prácticas casi fosilizadas, en lo que a la concesión de galardones se refiere. En efecto, parece haber cierto acuerdo más o menos de tácito de incluir en la nómina de "galardonables" solo a deportistas de renombre en ámbitos muy concretos: atletismo, fútbol, tenis, automovilismo... y poco más. Entre las actividades físicas "periféricas" encontramos prácticamente todas las demás: tiro (en todas sus modalidades), hockey, esquí... o alpinismo.

La historia del montañismo ha albergado, a lo largo del siglo XX, ilustres nombres con los que ilustrar ejemplos paradigmáticos de esfuerzo y superación personal: George Mallory (quizás el primer ser humano en coronar el Everest; suya es la celebérrima respuesta con la que noqueó la impertinente pregunta acerca de las motivaciones para ascender al techo de nuestro planeta: "porque está ahí"), Maurice Herzog (responsable de coronar el primer ochomil de la historia, el Annapurna), Edmund Hillary (quien finalmente se llevó la gloria en el Everest, junto con el sherpa Tenzing Norgay), nuestro Juanito Oiarzábal (el ser humano que más veces ha coronado todos los ochomiles, superando la veintena de exitosas ascensiones), etc. Pero, si a alguien se ha de poner en el más elevado de los escalones, ese es sin duda el tirolés Reinhold Messner, quien ostenta el privilegio tanto de haber sido el primer hombre en subir los catorce ochomiles como de convertirse en el pionero en lo que al ascenso al Everest en solitario y sin oxígeno se refiere. A esto podemos sumar su triunfal recorrido, de extremo a extremo, de la Antártida, sin ayudas externas o, más recientemente, su activismo político como europarlamentario del partido de los Verdes, en consonancia con una ideología conservacionista que le ha llevado a promover en su tierra proyectos ecologistas.

Pero Messner no es solo un alpinista, como lo son Hillary u Oiarzábal. Para Messner las cumbres no son muescas en la culata de un revólver, marcas con las que pasar a la historia. Messner es un místico, casi un eremita, para quien la montaña se convierte en toda una metáfora de la existencia, con sus tropiezos y sus lamentos. Cuando rechazó la emisora que le ofrecían para poder estar en contacto con él mientras ascendía en solitario al Everest, su justificación se basó en la necesidad de descubrirse a sí mismo en una situación límite, sin posibilidad de ayuda ni auxilio, buscando así encontrar sus propias limitaciones, sus flancos débiles, sus terrores, sus fantasmas. Fueron horas en las cuales en el campamento base solo se podía distinguir, en ocasiones, una vacilante sombra deslizándose por la ladera. Durante ese tiempo, Messner estuvo a punto de morir, al caer en una grieta, pero no solo logró salir, sino que coronó exitosamente el ascenso, poniendo igualmente al límite unos pulmones incapacitados para encontrar resquicios de oxígeno a casi nueve mil metros de altitud.

Para quien desee leer alguno de sus libros (Séptimo Grado, Espíritu Libre. Vida de un escalador o Mover montañas. El credo de un explorador de los límites de lo desconocido) le sorprenderá encontrarse con líneas donde los aspectos técnicos y físicos de la escalada pasan a un segundo plano. Messner (quien, hay que reconocerlo, se ha convertido, como casi todos los montañeros, en un absoluto egocéntrico) reflexiona en ellos en lo que de simbólico encontramos en las montañas, en la medida en que representan el máximo exponente de la lucha personal, del encuentro con uno mismo a la búsqueda de lo absoluto, encarnado sumariamente en una cúspide.

Pero el tirolés también ha bregado con sombras funestas estos años. Fruto de una de sus ascensiones experimentó no solo el dolor de contemplar cómo fallecía el hermano que le acompañaba, sino el tormento de sufrir el juicio de la opinión pública, acusándole de dejar atrás a un compañero de su propia sangre, aun a costa de entregarle a la muerte, con el objeto de alcanzar la anhelada cumbre. Investigaciones posteriores exculparon del todo el alpinista.

Messner, en suma, encarna la imagen de quien codifica la realidad a la que se enfrenta desde una escala de valores amparada en el simbolismo. Solo así el Hombre encuentra esperanza en lo que hace. Solo así logramos el consuelo de un triunfo vacuo e inexistente...

martes, 13 de enero de 2009

Kurtz: retazos de un "outsider"


Apocalypse Now es una película que muy difícilmente logra dejar indiferente a quien la ve. El film, como toda obra maestra, admite diversos niveles de lectura, desde el puramente narrativo hasta el mitológico o el filosófico. Apocalypse Now puede ser contemplada como una película sobre la guerra de Vietnam, pero muy difícilmente este planteamiento reduccionista invitaría al cinéfilo a enfrentarse por segunda, o tercera vez, al largometraje de nuevo. Es importante comenzar apuntando el sustrato intertextual que nutre la película: Coppola lleva a cabo una excelente relectura (que no adaptación) de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, trasladando los delirios de un tratante de esclavos en el África decimonónica a la selva camboyana, en plena espiral bélica en el sureste asiático, y poniendo a un coronel del ejército estadounidense aparentemente alienado como auténtico protagonista de la narración (cuesta creer que alguien vea en Martin Sheen el foco del relato). Tanto en uno como en otro, el viaje del incauto a la búsqueda de Kurtz le lleva a un auténtico encuentro consigo mismo, mediante un proceso de autorreconocimiento ambiguo, delirante, fantasmagórico.

Como narración, Apocalypse Now adolece de un tempo lento, solo comprensible a la luz de la atmósfera onírica, fantasmal, que sobrevuela el río por el que ascienden los militares, a la búsqueda de Kurtz. No es posible ver la película (y menos aún la versión redux, con la interesante inserción del encuentro con unos colonos franceses que explicita toda la crítica política de la película: al margen de la elongación del metraje, es obvio que la supresión de la escena fue fruto en gran medida de lo reciente de las heridas: Apocalypse Now es de 1979, estrenada solo a cuatro años de la conclusión del conflicto norteamérico-vietnamita; en realidad, se trata de la primera gran película acerca de la guerra) confiando en disfrutar solo de tiros, explosiones y sobresaltos. A pesar del planteamiento crítico del film, se trata, en mi opinión, de una película marcadamente psicológica: Kurtz aparece retratado a través de la voz en off del capitán Willard, a medida que va desglosando el dosier que sobre su víctima le han confiado, primero como un brillante militar, después como un excéntrico soldado, y finalmente como un alucinado, un místico, un visionario... Solo cuando Willard ha descubierto la verdadera naturaleza de Kurtz la barca llega a su destino. Pero la complejidad de Kurtz no es reducible a unas cuantas fotocopias; el encuentro entre ambos le revela a su asesino que el coronel (convertido en una deidad por sus fieles) se mueve dentro de unos parámetros de comportamiento ante los cuales no son admisibles las convencionales escalas morales. Kurtz es un desengañado de la política militar estadounidense, demagógica pero poco efectiva, y frente a ello ha optado por construir un reino (pensemos aquí en las similitudes con otras películas como Aguirre, la cólera de Dios o El Dorado, donde el exotismo, la ambición y el poder militar se alían para cuestionar normas preestablecidas) alejado de la lógica difusa, como bien explica Dennis Hopper: para Kurtz todo es o blanco o negro, acción o abulia, instinto e intuición. Pero no por ello hemos de concluir que el perfil de Kurtz es fruto tan solo de su capacidad de manipulación de los nativos. Resulta interesante contemplar con detenimiento la bilioteca que, rápidamente, nos revela un travelling con cámara subjetiva, puesta en los ojos de Martin Sheen: al margen de la Biblia (y de algo que, personalmente, parece un tomo de obras de Goethe), encontramos dos manuales de antropología: From ritual to romance, de Jessie L. Weston (tremendamente difícil de encontrar en castellano; yo aún no le he hecho) y La rama dorada de George Frazer. Frazer, el primer catedrático de antropología (más bien deberíamos decir etnólogo, condición a la que suelen responder los llamados "antropólogos de salón", alejados del trabajo de campo) llevó a cabo una ingente labor de recopilación etnográfica con el objetivo de explicar un antiguo rito existente en el templo de Nemi, custodiado por un sacerdote, hasta que un nuevo candidato al puesto llegaba allí al objeto de desafiar al responsable; la lucha, a muerte, decantaba la victoria del lado del nuevo (o "reelegido") sacerdote. El paralelismo con la relación entre Willard y Kurtz es evidente: solo el final, necesariamente tranquilizador, invita a pensar que Willard rechaza el puesto, al escapar de allí tras acabar con su víctima...

Kurtz, en resumen, ofrece la estampa aparente del asesino, del sádico iluminado, pero un nivel más profundo de lectura vuelve el film más intranquilizador: Kurtz es la encarnación de la autoaceptación, de la verdad revelada, aunque en su caso entrañe sangre y vísceras. Solo si asumimos esto podemos contemplar el largometraje, o leer la novela, sabiendo que Kurtz es víctima, al fin y al cabo, de lo que le ha tocado vivir: el horror.