viernes, 24 de septiembre de 2010

Buda monta en Harley


La lectura de Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, de Robert M. Pirsig, sume a uno, cuando este ha logrado hacer acopio de la suficiente cantidad de neuronas como para entender los pasajes más enjundiosos de la obra, en una desazón filosófica y vital de la que tarda mucho en despegarse. El libro, encubierta pero auténtica biografía del autor, simultanea dos planos narrativos de muy difícil conjunción, lo que hace de la obra un auténtico monumento al "no-género". Por un lado, Pirsig, a través de un alter ego, narra las peripecias vitales de un joven que atraviesa profundas crisis existenciales. Tras un entusiasta inicio académico desde los cánones del pensamiento científico, el protagonista va viendo cómo se derrumban, por los resquicios y endebleces que muestran las bases de este, todos los pilares de la racionalidad, al no aguantar con robustez verdaderas pruebas de fuego. Sumido en un profundo nihilismo, el joven indaga en el pensamiento oriental como válvula de escape, sin lograr, no obstante, consolidar referentes epistemológicos indestructibles. Desde esta desazón, opta por asumir la grisura de la cotidianidad, a partir de la que emerge la segunda de las dimensiones referenciales, esto es, los viajes que el protagonista, ya en la edad adulta, lleva a cabo con su hijo en moto, proyectando sobre esta, y sobre todo lo concerniente a su mecánica, los destellos más aprovechables del pensamiento zen, alcanzando así Pirsig una suerte de ataraxia desde la que rehúye toda pretenciosidad por alcanzar un férreo conocimiento de la realidad.
El libro es apabullante. La erudición sobre filosofía de la ciencia y sociología del conocimiento le deja a uno exhausto, y solo los fugaces balones de oxígeno que proporcionan los pasajes acerca del viaje del autor en motocicleta logran que recuperemos el aliento. Pero la obra, no obstante, no nos deja intactos, y el fiel retrato de quien, desde los abismos de la locura, reconoció la gran mentira de eso que, con pomposidad, damos en llamar conocimiento, nos sumerge en un amargo marasmo que brota, no obstante, de la dolorosa complicidad. Toda una joya.